Desde 1800 y durante todo el siglo XIX, la proliferación de escuelas de medicina, tanto en Europa como en América por culpa de las guerras fue bastante grande, y se necesitaban bastantes cadáveres para poder realizar los estudios. En aquella época se utilizaban los cadáveres de reos ejecutados y donantes, pero no eran suficientes, así que existía una especie de tráfico de cadáveres y un “recién muerto” de pagaba muy bien en estas escuelas de medicina.
En esta época además la importancia de un buen funeral y entierro llegaba a hipotecar a las familias; casi era más importante la parafernalia que el fallecido, por lo que este robo de cadáveres suponía un insulto y un gasto extra para los afectados.
En 1878, Philip K. Clover, un artista de Columbus, Ohio, patentó un ataúd a prueba de intrusos exteriores, con el expectante nombre de “ataúd torpedo”.
Este ataúd tenía en su interior una pequeña escopeta asegurada dentro de la tapa para “prevenir la resurrección no autorizada de cadáveres” según palabras de su inventor. Si alguien intentaba abrir la tapa, la escopeta dispararía una ráfaga de bolas de plomo.
En 1881, un juez llamado Thomas Howell, se vino más arriba aún con el tema y patentó un ataúd que directamente llevaba una bomba adherida a él. En cuanto los ladrones tropezaran con el cableado, aquello explotaría, entendemos que con gores resultados.
La campaña de publicidad de este artilugio tampoco se quedaba corta:
“Duerme bien, dulce ángel, no permitas que ningún temor a los demonios perturbe tu descanso, porque por encima de tu forma amortajada yace un torpedo, listo para hacer carne picada de cualquiera que intente llevarte a la cuba de decapado”
(es maravillosa, no me digáis, contiene todo lo lacio victoriano con unos toques de Rambo exquisitos)
Pues por muy loco que parezca, al menos uno se vendió, como cuentan los periódicos de la época:
Afortunadamente el siglo XX frenó el mercado negro de cadáveres por una reforma en las leyes, y la aparición de la microbiología, así como de las cámaras frigoríficas que conservaban algo más de tiempo los cadáveres, además de los primeros rayos X, relegaron a un segundo plano la necesidad imperiosa de diseccionar cadáveres recientes para su estudio, y con ello, todos estos disparatados inventos para evitar las profanaciones de tumbas.