Antes de hablaros de las 13 Rosas, vamos a ponerle un poco de contexto histórico:
Durante la República, la mujer había logrado grandes victorias en su posición con respecto a los hombres: eran consideradas iguales a la hora de trabajar, entraron en política (estaba vetada a curas y mujeres) y consiguieron el derecho a voto, derecho que produjo, antes y después, sonadas discusiones.
La I Guerra Mundial había puesto a la mujer en el mercado laboral, ya que alguien tenía que seguir manteniendo los países mientras los hombres se mataban entre ellos en la guerra; cuando comenzó la Guerra Civil, nuestras mujeres adoptaron la misma posición, y no solo se dedicaron a hacer de enfermeras de los heridos.
En Marzo de 1936 se creó la Juventud Socialista Unificada (JSU), cuyos militantes tuvieron un importante papel en la defensa de la República durante la guerra. Luchaban por un ideal, la libertad, donde el trabajador viviera en un mundo mejor, como ya se había ido consiguiendo anteriormente. Además de no dejar avanzar al fascismo como estaba ocurriendo en el resto de Europa. Con más de 500.000 afiliados, hombres y mujeres, desde las JSU se lucha contra el levantamiento del 18 de Julio de 1936. A través de una campaña de propaganda, consiguieron miles de jóvenes que se unieron a sus filas durante toda la Guerra Civil. Afiliarse significaba ayudar en todo lo posible: escolarizando a los niños, cosiendo uniformes para los milicianos, ayudando en los hospitales, y también, en primera línea de batalla. Tres años consiguieron retener a Franco en la entrada a Madrid.
Hablamos de jóvenes, hombres y mujeres, entre los 15 y 23 años (edad a la que se alcanzaba la mayoría en aquella época) organizados para enfrentarse al ejército sublevado.
Y entre estas mujeres se encontraban Carmen Barrero Aguado (20 años), Martina Barroso García (24 años), Blanca Brisac Vázquez (29 años), Pilar Bueno Ibáñez (27 años), Julia Conesa Conesa (19 años), Adelina García Casillas (19 años), Elena Gil Olaya (20 años), Virtudes González García (18 años), Ana López Gallego (21 años), Joaquina López Laffite (23 años), Dionisia Manzanero Salas (20 años), Victoria Muñoz García (18 años) y Luisa Rodriguez de la Fuente (18 años), casi todas militantes de las JSU.
No hace falta que os contemos quién consiguió al final, entrar en Madrid. El tenerle tanto tiempo esperando a las puertas, no les iba a salir gratis a los madrileños de la resistencia.
El mayor delito que podía cometerse, por parte de los militares insurrectos, era la sedición, penado con la muerte en los códigos de justicia militar. Estos tenían entonces que legitimar de alguna manera el golpe de estado que acababan de dar, por lo que se pusieron a legislar (sin potestad alguna), y le cambian el sentido al código militar de tal manera que este código se aplica sobre la población civil: siendo ellos los que habían provocado la rebelión, acusan de rebeldes a los que se habían mantenido fieles al gobierno establecido, la República. Les aplican el delito de rebelión militar, que conllevaba la cadena perpetua o la pena de muerte, además de juzgarse por negación u omisión, por no saber o no hacer, también se condenaban. La posguerra fue peor que la guerra: hubo mucho, mucho hambre, y miseria, y ambas se juntaron para seguir poniéndonos en contra a los unos de los otros.
El problema que tenía la JSU, pese a que sus principales cabecillas estaban en la cárcel desde marzo del 39, es que era una congregación de gente joven, por lo que estaba predestinada a continuar, sobrevivir, y darle guerra a los rebeldes, pues nunca pensaron en dejar de seguir luchando. Y eso el nuevo régimen no podía permitirlo, así que empezó una exhaustiva y poco justificada búsqueda y captura de jóvenes militantes para acabar con ellos. No sólo los torturaban para que facilitaran nombres de compañeros, si no que también los “cazaban” dejando salir a pasear a los presos por las calles con un par de policías a cierta distancia; si alguien saludaba al preso rojo en el trayecto, era detenido por simpatizante. Así fue como acabó Blanca Brisac en la cárcel junto a las chicas del JSU, ya que ella nunca fue militante, pero ayudó a un amigo de su marido que sí lo era.
Nuestras 13 rosas fueron detenidas así: por denuncias, por saludar en la calle, por querer seguir luchando por la idea de ser libres. Y por tener infiltrados entre ellos, ya desde antes de la guerra. Les fue imposible librarse de la represión.
Durante los meses de primavera y verano, miles de mujeres y adolescentes (y de hombres, pero permitidme que hoy me centre en ellas) fueron detenidas y retenidas en las comisarías de Madrid. La finalidad era sembrar el terror y hacer que los ahora denominados rebeldes bajaran la cabeza, ejemplarizar a la población con el castigo a estas muchachas.
En la comisaría intentaron arrancarles una confesión inexistente de un delito que no tenían pensado cometer. Sufrieron varias torturas en las que las descargas eléctricas o el aceite de ricino estaban presentes. Cuentan las supervivientes que a todas las mantuvo vivas la dignidad.
Después fueron trasladadas a la cárcel de Ventas. Ideada por Victoria Kent en 1931, era una cárcel pensada en la rehabilitación del preso, pero en ese momento ya no existía ninguna voluntad de que las allí encerradas volviesen a circular por las calles libremente. La cárcel era grande, pero estaba llena. Muy llena. 12.000 mujeres, nada menos. En cada celda había hasta 14 presas, casi las más privilegiadas. Las galerías, las zonas comunes como el gimnasio, o el comedor, o el mismo patio, estaba cubierto de mujeres durmiendo sobre mantas o colchones (si los enviaba la familia) sobre el suelo. Comían cada 24 horas. Una comida infame, pero había que comérsela porque hasta el día siguiente no volverían a hacerlo.
Las menores estaban en mejor situación, ya que además de estar menos hacinadas, eran solo 60, tenían una escuela, llevada por una de las presas. Las menores no podían salir de su zona, pero en cuanto podían se escapaban a la zona de las mayores para ver a viejas amigas y familiares. Tenían una visita del exterior cada 15 días, 10 minutos.
Pero eran jóvenes, y no perdían el humor. En las tediosas horas de espera que comprendían un día, aprovechaban para hacer chascarrillos, bailes e inventarse canciones:
“En la cárcel de las Ventas,
hay un sótano modelo,
y en el sótano unas niñas
que nos reímos del mundo entero.
A las 6 de la mañana,
tocaban a levantarse,
Y las niñas no querían
Porque se ríen de la falange.
Los soldaditos de Franco
Aprovechan la ocasión,
Para tirarnos tiritos
a las menores de la prisión”
Todas la presas estaban muy unidas, ya que casi todas ellas eran presas políticas, sin otro delito más que sus ideales. Así que hicieron una gran piña, ayudándose entre ellas, dándoles a las que no tenían y compartiendo cualquier paquete que les llegara.
Todo transcurría más o menos normal, hasta que el 29 de Julio de 1939, el guardia civil Isaac Gabaldón, su hija y su chófer son asesinados a tiros dentro de su vehículo.
El crimen apenas fue investigado, ya que tenían a los integrantes de la JSU para culparlos. Aunque estos llevaran meses en la cárcel cuando ocurrió. Aún sí, las interrogaron, y trataron de obligarlas a firmar una confesión. Juzgaron a cientos de militantes de las JSU bajo un consejo de guerra, y fueron condenados a muerte por un atentado que no habían cometido.
Especialmente sangriento fue el juicio, por llamarlo de alguna manera, que se llevó a cabo el 3 de Agosto de 1939, en el que 57 jóvenes fueron condenados a muerte. Trece eran mujeres, siete de ellas, menores. Las trece rosas.
Fueron condenadas a muerte por sabotaje y complot.
Tan solo 48 horas después, fueron ejecutadas. Aunque no se esperaban que “la noche de saca”, como la llamaban las presas en general, llegase tan pronto. Se le llamaba así porque de una bolsa sacaban los nombres de las presas que iban a ser ejecutadas. Este acto también minaba la moral de las reclusas, tanto por el hecho de estar o no dentro del bombo, como el ver partir a amigas y familiares con la seguridad de no volverlas a ver.
El día 4 por la noche, cuando la hora de la saca ya había pasado, ese día sin víctimas, y todas las presas estaban durmiendo, las puertas empezaron a abrirse y las linternas a alumbrar y nombrar a las presas que debían marchar. Se vistieron con sus mejores ropas, y las reclusas las acompañaron hasta la puerta de la galería.
Las condenadas fueron trasladas hasta la capilla de la cárcel, donde podían escribir una última carta a sus familiares, doce renglones, a cambio de una confesión eclesiástica. Se conservan sólo 3 cartas, la de Dionisia, la de Blanca a su hijo, y la de Julia Conesa que acaba con la frase “Que mi nombre no se borre de la historia”, deseo al que orgullosamente queremos contribuir con el pequeño grano de arena que es este post.
Después de escribir las cartas, fueron trasladas a la Necrópolis del Este, donde se realizaban una parte de los fusilamientos por ser un sitio a las afueras de la ciudad. Julia, mientras subía al furgón, comenzó a cantar
“Somos la joven guardia,
la roja flor de la nación,
nos templó la miseria,
somos la obra en construcción;
Noble es la causa de librar
al hombre de la esclavitud.
Quizá el camino hay que regar,
con sangre de la juventud”
a la que se unieron el resto de sus compañeras. Llegaron a su destino final, cantando.
Fueron fusiladas en la tapia del cementerio, casi al amanecer.
La madre de Julia Conesa se enteró de que había sido fusilada a la mañana siguiente, cuando fue a la prisión de Ventas a entregar una carta con una solicitud de indulto, y le dijeron que ya no era necesario, pues había sido fusilada. La hermana de Martina fue de visita normal, a entregar la ropa limpia y comida, y le contaron lo sucedido. Se le ocurrió reclamar el cuerpo para enterrarla, y como respuesta recibió la posibilidad de ser la siguiente si no cerraba la boca. El hijo de Blanca perdió a su padre y a su madre la misma noche.
La prensa española comentó el caso como hecho ejemplarizante, justificándolo, pero en ningún caso habló de que entre los fusilados hubiese 13 mujeres, y mucho menos que algunas fueran menores. Pero sí encontró cierto eco en la prensa internacional, por lo que el régimen se abstuvo de volver a ejecutar menores. Y es gracias a estas menores, a las que les conmutaron la pena por años de cárcel, (algunas de más de una década), que hemos podido no olvidar la historia de las 13 rosas. Gracias a ellas también por compartir , haciendo verdadero esfuerzo porque los recuerdos tienen que ser muy dolorosos, lo que significó vivir esa parte de nuestra historia, demasiado reciente aún.