El entierro de la sardina

 

 

 

Las tajadas de vaca;

lechones y cabritos

que por allí saltaban y daban grandes gritos.

Luego, los escuderos: muchos quesuelos fritos

que dan con las espuelas a los vinos bien tintos.

Seguía una mesnada nutrida de infanzones:

numerosos faisanes, los lozanos pavones

ricamente adornados, enhiestos sus pendones,

con sus armas extrañas y fuertes guarniciones.

 

Eran muy bien labradas, templadas y muy finas.

Ollas de puro cobre traen por capellinas;

por adargas, calderas, sartenes y cocinas.

¡Campamento tan rico no tienen las sardinas!

 

Pese a que el Arcipreste de Hita sólo las nombra de refilón en su batalla de Don Carnal y Doña Cuaresma, hoy celebramos su entierro.

Hay diferentes orígenes que nos hablan acerca de esta tradición: El final de las Carnestolendas, los primigenios carnavales, coincidían con el inicio de la Cuaresma, época en la que hay que hacer penitencia, practicar la abstención y ayunar. Y para señalar el inicio de esos cuarenta días, se enterraba a la “sardina”, el costillar del cerdo (entiendo que por el parecido de las costillas a las raspas de una), como señal de abstención de todos los placeres de la carne (los comestibles y a los que invita otro trozo de carne humano). El teléfono estropeado que es la comunicación verbal a veces, debió de convertir al cerdo en pescado.

La teoría más extendida, y que llamándonos como nos llaman gatos a los madrileños me parece la más fiable, aunque no lo sea, es que a Carlos III le dio por celebrar el final del Carnaval regalando sardinas a todos los madrileños. Recordad la que se lía en el patio de luces de un edificio normal cuando a una vecina le da por hacerlas para cenar, que se entera todo el bloque y dos calles más allá; pues ahora echadle imaginación al hedor que tuvieron que montar las que el rey trajo, ya que se pusieron malas por culpa de un calor inusitado para la época; antes de que Madrid entero sucumbiera en una arcada, ordenó enterrarlas a las afueras de la ciudad, en la Casa de Campo. Y como amigos de la guasa que somos en este país, a falta de memes, nos dio por seguir esta tradición.

Pero esto de las sardinas no está datado. Lo que sí que está es que llegó una partida de cerdos con peste porcina que tuvieron que ser enterrados en la ribera del Manzanares. En aquella época, a los trabajadores les daban 10 minutos para el bocata, y este se trataba de un trozo de pan con una tira de tocino o panceta, a la que llamaban “sardina”, y del nombre y la necesidad de enterrar los cerdos infectados, nació el nombre.

Sea cual fuere cualquiera de los tres motivos por los que se empezó a celebrar, a la Iglesia no le gustó nada que se celebrara esta fiesta pagana el mismo día que comenzaba la Cuaresma, y estuvo prohibida durante varios años. Fueron Bravo Murillo, Madoz en el congreso, y Luis Piernas como alcalde de Madrid, los que defendieron su celebración.

Dependiendo de la zona de España, este entierro se celebraba (y se celebra) de diferentes maneras. Cuenta un periódico de Madrid, El Católico, de 1851, el desfile así : “La grotesca y extraña fiesta que vamos a describir, y que creemos sea de origen egipcio, se reduce a disfrazarse varias parejas, por lo regular gente ordinaria, de frailes, curas y demás empleados de la iglesia, llevando pendones, estandartes, mangas parroquiales y extrañas con escobones o jeringas por hisopo, orinales por calderilla y otras insignias burlescas. Estas turbas conducen al hombro en unas angarillas un pellejo o bota de vino con una careta, o un pelele, en cuya boca ponen una sardina, y de este modo, precedido por un tambor o de clarines o bocinas, recorren muchas veces la pradera, cantando lúgubremente imitando a los cánticos de los entierros y aspergeando a los circunstantes en sus fingidos responsos con los escobones llenos de agua. Cansados de esta bataola, concluyen por enterrar en un hoyo la sardina y ponerse a merendar y beberse el vino del pellejo que hizo de muerto”.

En cambio, en el diario La Época de 1849, hablan del primer enterro de la sardina que se celebró en Sevilla como “una banda de música y un redoblante que abrían la marcha del cortejo fúnebre, a los cuales seguían dos filas de pacientes, todos vestidos de blanco, y al final un carruaje en cuyo centro se levantaba un pequeño túmulo que contenía el cuerpo […] en la Plaza Nueva, se pusieron a bailar alrededor de las cenizas de la sardina, que dejaron allí consumirse. […] Los que en Sevilla han inaugurado el entierro de la sardina, se conoce, por muchas circunstancias, que eran personas muy decentes, pues iban con mucho orden y compostura. El próximo año es probable que veamos también esta ceremonia”

Este festejo fue prohibido en 1936 (oh, ¡qué sorpresa!) y no fue vuelto a celebrar hasta ya entrada la Democracia. En la actualidad, se celebra, al igual que la Cuaresma, en todos las poblaciones de España.

Paloma Contreras