Hay personas que nacen en la época equivocada; personajes que por sus valores parecen haber nacido en el Medievo o al contrario, personas nacidas en pleno encorsetamiento social del siglo XIX y con unas ideas que si viajaran en el tiempo hasta la actualidad no llamarían la atención por lo moderno de sus ideas.
Esto debió de pensar nuestra protagonista de hoy, una de las “mujeres modernas” en un Madrid donde se imponía las normas de conducta y más si eras una señorita.
Isabel Oyarzábal nació el 12 de junio de 1978; por sus venas correría una sangre multicultural que más adelante la haría conseguir grandes logros; su padre, andaluz de origen vasco, su madre, escocesa.
Precisamente fue su madre la que más le apoyó; debió de ver que a esa niña hiperactiva, emprendedora y tenaz no podría pararla nada. Así que en lugar de “corregirla” como le hubiera gustado a su padre, Ana Smith la educó dentro de la libertad y la independencia.
Para la niña Isabel uno de los momentos más felices eran los veranos; esos meses estivales en Escocia donde el ambiente era bastante menos opresivo que en España y donde tiene la oportunidad de conocer a importantes sufragistas como Eunice Murriá o a la gran bailarina rusa Anna Pavlova. También allí perfecciona su inglés y comienza a trabajar como profesora de castellano para algunas familias.
Cuando volvía a España su padre seguía emperrado en educarla dentro de la férrea religión católica; le tenía prohibido leer a Benito Pérez Galdós, Alejandro Dumas u Honeré de Balzac: para él la mala influencia que podría tener esos libros estaban muy lejos de la educación de una joven católica.
Al poco fallece su padre e Isabel puede dar rienda suelta a sus anhelos; el teatro le llamaba desde hace tiempo la atención. Así que Isabel, lista como ella sola, aprovecha la visita de la actriz María Tubau a Málaga para intentar conseguir una prueba y poder entrar en la compañía teatral. Dicho y hecho, María Tubau la contrata sin dudarlo para participar en la obra Pepita Tudó. ¿Requisito indispensable? Trasladarse a Madrid. Otra vez Ana Smith fue determinante en la vida de su hija, y ni corta ni perezosa no solo la alentó en su traslado, sino que se fue con ella.
La crisis económica del momento, y también que se dio cuenta de que no era su vocación, hicieron que el periplo teatral de Isabel fuera corto. Con algo de dinero ahorrado y junto a una amiga, publican La dama y la vida ilustrada, dirigida en exclusividad al público femenino. Por aquel entonces ya había conocido a su futuro marido, Ceferino Palencia, hijo de María Tubau.
Casada y llevando una revista con éxito, Isabel continua escribiendo y comienza a ser conocida en el mundo periodístico. Colabora con periódicos madrileños como El Sol, El Imparcial y Blanco y Negro entre otros, muchos de esos artículos iba firmados por su seudónimo: Beatriz Galindo. También su excelente nivel de inglés le ayudó, y varios periódicos británicos le pidieron que comenzara a colaborar con ellos como corresponsal en España.
Sus inquietudes políticas también comienzan a aflorar en su interior. Ingresa en la Asociación Nacional de Mujeres Españolas de la cual llegaría a ser presidenta, comienza una actividad política la cual la hace dos años más tarde acudir a Ginebra en el XII Congreso de la Alianza Internacional para el Sufragio Femenino de la Mujer.
A finales de 1920 su participación en la vida política era total; funda junto a María de Maeztu, Victoria Kent y Zenobía Camprubí el Lyceum Club, sociedad femenina en la cual se debatía y se compartía ideas para que el sufragio femenino algún día fuera posible en España.
Mientras el matrimonio Palencia-Oyarzábal habían tenido dos hijos y mantenían un acuerdo no escrito en el cual ambos tenían su independencia: para Isabel no había nada más importante que no tener que depender social y económicamente de un hombre, aunque fuera su marido. Esta independencia le hizo sumergirse más en la política.
Durante esta etapa Isabel termina de tomar conciencia de las diferencias sociales y políticas entre las clases pudientes y la clases obreras. Estos últimos siempre salían desfavorecidos injustamente, haciendo que sus salarios fueran ínfimos lo cual acuciaba la pobreza, el hambre y la falta de higiene sobre todo en mujeres y niños.
Esta desigualdad la pudo exponer en 1930 pues fue la única mujer reunida con la Comisión Permanente de la Esclavitud en la Naciones Unidas. Con este panorama social y con unas claras ideas republicanas, en 1931 se afilia a UGT y al PSOE, donde comienza a codearse con numerosos cargos políticos. Es aquí donde aprovecha para dar a conocer lo que acaecía en España. Tres años más tarde y por oposición consiguió todo un hito para una mujer de la época: plaza de inspectora provincial de Trabajo.
Este cargo le hizo adquirir puestos como Vocal del consejo de Patronato del Instituto de Reeducación Profesional; formar parte de estas asociaciones relevantes hizo que su firme activísimo por la paz y contra el fascismo fuera desarrollándose plenamente antes de que comenzara la Guerra Civil.
El cénit en su carrera política llego en 1936 cuando fue nombrada ministro plenipotenciario en la Legación de España en la capital sueca, tras una serie de conferencias impartidas entre Estados Unidos y Canadá, Isabel presenta sus credenciales al rey sueco como embajadora de la Segunda República. No le fue fácil; su predecesor, fiel a la filas franquistas, se aferró al sillón de la embajada negándose a dejar su puesto, bajo ningún concepto iba a dejar la embajada en manos de una mujer y republicana. Por su puesto Isabel con paciencia esperó, y después de unos tira y afloja consiguió instalarse en la embajada de España.
Durante su estancia en Suecia volvió a retomar una costumbre, la escritura. Allí conoció a otras mujeres con renombre dentro del mundo literario, la ganadora del Nobel de Literatura, Pearl S. Buck o Alexandra Kollontai, socialista y feminista rusa a la que Isabel respetaba y de la que tiempo más tarde escribiría su biografía.
Pero la Segunda República cayó, e Isabel al igual que muchos, muchísimos intelectuales y políticos tuvo que exiliarse. Fue duro tal y como ella misma escribió años más tarde en su autobiografía.
“Yo no puedo olvidar que al salir de Noruega, en el barco, siguiendo una costumbre tradicional nos entregaron unas cintas de diversos colores, serpentinas, que los pasajeros arrojábamos a los que nos despedían desde el muelle. Cuando yo lancé todas las cintas, vi que se me quedaban en las manos los extremos de tres solamente, que me unían a la tierra que dejaba: rojas, amarillas y moradas y siempre he considerado que aquello fue como una revelación profética, de que los españoles al abandonar Europa seguíamos ligado a nuestro país por la bandera republicana.”
Se exilia en México en 1939 y nunca más volvió, pues fallece un año antes de la muerte de Franco. Esta gran mujer que merece ser recordada descansa en el Panteón Español del cementerio de Ciudad de México.