Era agosto de 2010. Andaba a matacaballo por las calles de Oxford, por culpa de la típica excursión organizada en la que sesenta segundos es el tiempo máximo para poder recrearte en algo. Mientras esperábamos el autobús que nos llevaría de vuelta a Londres, tuvimos una media hora de recreo y expansión.
Llegamos a una avenida principal, por donde circulaban los autobuses de dos pisos y los neones de las tiendas hacían de reclamo, y en cuyo centro había una especie de oasis en forma de parque. Nos dirigimos hacia allí para hacer tiempo y si se podía, visitar la iglesia que se veía en el centro. Pero según nos acercábamos al jardín, me parecía ver algo extraño, como unos bancos de piedra un tanto raros. Mi cerebro, al parecer, no era capaz de procesar que allí, en mitad del bullicio, pudiera haber un cementerio.
Pues sí, allí estaba. En aquel momento no podía más que alucinar con aquello, un cementerio antiguo, bonito, tan lleno de árboles que realmente parecía un parque, en mitad de la calle Preciados, como aquel que dice. Me tenía maravillada el contraste, el aspecto de los cementerios ingleses siempre tan solemnes y victorianos, con las heladerías y tiendas de zapatos que chocaban con el fondo.
Este cementerio pertenece a la iglesia de ST. Mary Magdalene, aunque es más conocida por Leper Chapel, ya que fue utilizada en el siglo XII como hospital para leprosos. Es uno de los edificios más antiguos que sigue en pie en Oxford, data del año 1125. Después fue utilizada como almacén, e incluso como bar durante las ferias medievales. Las lápidas del cementerio están en su mayoría borradas y además no se puede acceder al recinto, por lo que no podría datarlas. Pero fue una media hora, mientras llegaba el autobús, mucho más fructífera que mirar escaparates.