Ya formidable y espantoso suena Dentro del corazón el postrer día, Y la última hora negra y fría Se acerca, de temor y sombra llena. Más, si amable descanso, paz serena La muerte en traje de dolor envía, Señas de su desdén de coertesía: Más tiene de caricia que de pena. ¿qué pretende el temor desacordado de la que a rescatar piadosa viene espíritu en miserias añudado? Llegue, rogada, pues mi bien previene; Hálleme agradecido y no asustado; Mi vida acabe y vivir ordene.
Quevedo no le tenía miedo a la muerte, como bien dejó escrito. Era imposible que se lo tuviese. No sólo se le conoce el carácter por sus mordaces letras por todos conocidas, y en su época muy odiadas. Con 14 años, cogió un caballo y recorrió los 68 km que separaban su casa de Toledo para asesinar al poeta Baltasar Elisio de Medinilla, quien había vertido ciertas calumnias sobre su madre.
Él mismo fue condenado a muerte en Venecia por conspirar contra el país a favor de España; como no pudieron encontrarle, ahorcaron y quemaron en efigie.
Le gustaba meterse en una trifulca más que a los protagonistas de West Side Story, y por negarse a que el apóstol Santiago fuese patrón de España, le acusan de desacato por subir demasiado el tono y es desterrado de Madrid.
Importante en la Corte, y entre el pueblo por sus verdades como puños a través de sus letras, se crea varios enemigos durante el reinado de Felipe IV, incluyendo a este mismo y a su valido, el Conde Duque de Olivares. Olivares le manda callar en su política de desprestigiar al rey, y este le contesta:
No callaré, por más que con el dedo Ya tocando la boca, ya la frente Silencio avises o amenaces miedo, ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Con estos versos le llevaron los mil demonios al Conde Duque, así que, aunque no iban firmados, se buscó un testigo falso que jurara ante el juez que se los había visto escribir a Quevedo.
Y este testigo falso fue Luis Pacheco de Narváez, a quien se la tenía jurada a Quevedo desde una vez que lo había dejado en ridículo con la espada. Don Luis era profesor experto en esgrima, y había desarrollado a través de fórmulas geométricas un método por el cual sería capaz de parar cualquier estocada que le lanzaran. Y Quevedo, después de acabar la explicación, le quitó el sombrero con la punta de su espada, dejándole en ridículo frente a todos los congregados. Así que actuó encantadísimo como testigo falso, claro.
Esto le supone una condena de 4 años en San Marcos de León, y los pasa en una oscura y húmeda mazmorra atado de pies y manos por unos grilletes. Solo cuando cae el conde duque de Olivares es liberado, como tantos otros presos.
Vuelve a Madrid, pero sigue desterrado, por lo que se va a vivir nuevamente a la torre de Juan Abad, donde pasa su primer destierro.
Es en 1645, a sus 65 años, cuando empieza a sentir que la muerte está cerca, los cuatro años en el calabozo han acabado con su salud de manera lenta y paulatina. Una mañana, se dirige a Villanueva de los Infantes, la población más cercana, y allí busca al escribano y le dicta su testamento.
Es en ese mismo pueblo, unos meses más tarde, donde vuelve a acudir, esta vez al convento; cada vez se encuentra peor y allí será bien atendido. Deja el testamento en el cabecero de la cama, y le va añadiendo cosas, como dádivas y donaciones, para todos los que le están ayudando en esos últimos momentos.
También deja escrito que quiere que se le entierre en el convento de Santo Domingo el Real, de Madrid, junto a su hermana. Para su entierro prepara también el atuendo, dejando encargado que se le entregue a su criado un vestido de terciopelo negro, con ferreruelo de paño fino, medias de seda y un jubón.
Después de dejarlo todo dispuesto, se rindió ante la muerte y falleció el 8 de septiembre de 1645.
Si queréis los mejores elogios, moríos”, no se cumplió en el caso de Quevedo. Felipe IV, aún rencoroso, no dejó que Quevedo fuese enterrado en Madrid porque estaba desterrado, así que se le enterró en la capilla de San Juan Bautista, que pertenecía a los señores de Bustos, una familia de alto linaje y con la categoría suficiente como para guardar los restos de tan insigne escritor y caballero del hábito de la Orden de Santiago.
A principios del siglo XX, se pensó en trasladar sus restos al Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, y se procedió a la exhumación de sus huesos de la parroquia de Villanueva de los Infantes y traerlo a Madrid. A una estantería. Entre burocracia, cambios de gobierno y “vuelva usted mañana”, los restos de Quevedo se dejaron olvidados en un armario. Y allí estuvieron hasta 1920, cuando el Ayuntamiento de Villanueva de los Infantes reclama sus huesos y le da una digna sepultura, esta vez dentro de la ermita del Calvario, que se encuentra en medio de unos jardines, donde por fin descansa, aunque lejos de su Madrid del alma, tan ilustre y mordaz caballero.